

Pancho: Breve historia de mi vida
¡Hola! Me llamo Pancho, y tengo tres años. Los que entienden dicen que soy un perro sin raza. Yo eso nunca lo he entendido, porque alguna raza debo tener, digo yo, aunque no la conozcan los entendidos. Ahora vivo en Garrucha, un pueblo de Almería. Y esto que narro es una parte de mi historia.
Nací en la perrera municipal donde fui cuidado por mi madre. Cumplidos mis once meses me acogió un tipo con pinta de indeseable. Me costó mucho despedirme de mamá. A ella la recuerdo todos los días.
Debo reconocer que al principio todo me fue bien con mi nuevo dueño. Se llamaba Federico. Era comprensivo conmigo, cariñoso y cuidadoso.

Durante los primeros meses de convivencia todo marchaba sobre ruedas. Luego se empezaron a torcer las cosas. Federico encontró una pareja de mal carácter y, bajo mi punto de vista, poco adecuada para él.
-Juan, ¿habrás hecho la comida, verdad?- decía cuando volvía a casa, solo ella sabía de dónde.
-No, cariño, acabo de llegar del trabajo y no he tenido tiempo.- respondió algo atemorizado.
-¿Cómo? ¡Todos los días pasa lo mismo! ¡Estoy realmente muy enfadada contigo!
Escenas así se repetían continuamente por un tema o por otro. Siempre ocurría lo mismo. Ella no trabajaba fuera de casa. Y dentro, tampoco. Solía permanecer en la cama hasta muy entrada la mañana. Todo el peso del hogar pendía de los hombros de Federico.
Así comenzó mi calvario. Mi dueño pagaba conmigo todos sus problemas y recibía tremendas palizas a diario, hasta que una tarde, aprovechando un despiste de mis dueños escapé de aquella casa. Era verano y agosto se me hizo eterno: los días eran interminables, de un calor asfixiante y yo vivía de los restos de comida que recogía del suelo en las proximidades de los contenedores de basura.
Un dos de septiembre, fecha que siempre recordaré, me disponía a cruzar, como hacía habitualmente, la carretera. Pero nunca la llegué a cruzar. Mientras esperaba una pausa en el tránsito de coches, uno, grande y brillante, se detuvo junto al arcén.
-Mamá, mira qué perro tan bonito, ¿nos lo podemos llevar, por favor?
-No podemos hijo -contestó otra voz más adulta-, un perro en casa acarrea muchos problemas.
-¡Nosotros nos ocuparemos de él! – dijo quién debía ser el padre de aquel ángel de cielo mientras el rostro del niño se iluminaba con una enorme sonrisa.
-¡Vale! Pero si faltáis al compromiso de cuidarle debidamente, no dudéis que lo mando a la perrera.
Aquellas palabras me provocaron un escalofrío que recorrió todo mi cuerpo. Pero lo cierto es que, hasta ahora, no las he vuelto a escuchar. Llevo con ellos ya un año y medio. Me cuidan perfectamente, tanto, que me siento el rey de la casa.
Les acompaño a cualquier lugar al que van. Me sacan a la calle tres veces al día y nuca me falta de nada. La más interesada en cuidarme es ahora Elisa. ¡Sí! ¡La misma que impuso las condiciones!
Espero pasar aquí el resto de mi vida porque he aprendido que, por encima de todo, lo más importante para ser feliz es el cariño: el que das y el que recibes.

Envía un comentario