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Un nuevo urbanismo: Las ciudades del futuro
Suelo realizar de modo habitual largas caminatas por la ciudad que compensen el sedentarismo ante ordenador que imponen las labores de investigación con que intento mantener activa y lúcida la mente, para retrasar, en lo posible, los estragos derivados del inexorable devenir del tiempo. Caminar, observar, pensar y asociar —el eje vertebral de la que fuera mi tesis doctoral —ocupa pues, una parte importante de mis mañanas. Últimamente, algunos titulares de prensa presentados con tipología llamativa, centrados en cómo será nuestra vida en el futuro, y la llamada de un anuncio televisivo a «los papás de mascotas» animándolos a controlar con su producto la localización de sus traviesos «vástagos», han sido causa y motivo que han centrado el objeto de mis reflexiones.
En el primero de los casos, sirva como paradigma del urbanismo «saludable», lo contenido en la entrevista a Nuria Moliner, en El Mundo, encabezada con la frase «En la ciudad del futuro vamos a pie o en bici». Leo, y pienso: ¡Lógico! A pie, en patinete o en bici, porque ya no quedarán ancianos de costoso caminar. Ellos habrán sabido morir «dignamente». En consecuencia, caerá la demanda de asistencia urgente por razón de enfermedad súbita o accidente doméstico basada en movilidad automóvil. Con menos UCIs ocupando calzadas, menos CO2 en el ambiente y drástica reducción de la contaminación acústica producida por estridentes sirenas exigiendo paso por los angostos pasillos libres que serpentean entre «carriles bici», amplísimas aceras calculadas para una densidad de tránsito que ni ensueños alcanzan, ensanchadas innecesariamente —y dejando constancia del hecho manteniendo un doble bordillo como recuerdo imperecedero de la actuación ejecutada—, estrechas «ciclocalzadas» establecidas por ediles concienciados, y otros chirimbolos varios. Si se consigue también que los servicios de bomberos abandonen los enormes camiones cisterna, fuentes emisoras de humos, y sus poco ecológicas mangueras —¡qué despilfarro de agua!—, para retornar al cubo manejado a mano que no requiere calles despejadas, sus alarmas demandando paso también callarán. ¡Un éxito total!
El sistema lleva aparejado un sustancial ahorro que liberará los fondos antes empeñados en la conservación, ampliación y mantenimiento de costosos hospitales y servicios contra catástrofes. Y uno de sus destinos podría ser el desarrollo de clínicas veterinarias especializadas en mejorar la salud de perros y gatos — los hámsteres, conejos, cobayas y otras «especies sintientes» no tienen reconocido el derecho a ser miembros de la unidad familiar—, que, a falta de niños, nos reciben con tanto afecto al llegar a casa.
Soy consciente de que mis palabras pueden generar en algunos una falsa impresión, por eso aclaro que nada tengo contra bicis ni mascotas. Mi padre, cada mañana, después de colocar una pinza en el bajo de sus pantalones, montaba sobre una enorme —al menos a mí me lo parecía—, bicicleta negra para acudir a su trabajo, y mi hija, hoy, dedica una parte substancial de su casa al bienestar de animales varios, peces, tortugas y cobayas, su especie predilecta —tal vez mediatizada por su condición de científica—, llegados a ella mediante «adopción», identificados electrónicamente, con hábitat y cuidados adecuados a sus necesidades y controlados periódicamente por un veterinario de cabecera. La ausencia de perros o gatos no es producto de animadversión o antipatía, sino de alergias documentadas provocadas por su pelo, especialmente en la persona de su hermano menor. Yo mismo viví mi adolescencia y primeros años juveniles con la compañía de un perro de raza indefinible que dormía a los pies de mi cama —mis padres nunca habrían permitido que durmiera sobre ella—, y un precioso y malhumorado gato blanco de angora que fue la pesadilla de mi madre por su empeño en utilizar las uñas para destrozar los muebles y tapicerías de casa.
Por otro lado, lamentablemente, debido quizás a la orografía, aquí carecemos de tradición ciclista. Los niños llegan a los colegios, y son recogidos, en los coches de sus papás ocasionando los habituales conflictos circulatorios de las zonas escolares en horas de entrada y salida. Nada que ver con los carritos a remolque de bicicleta, visualizados gracias a la clásica banderola amarilla que advierte de su presencia, tan comunes en toda Europa. Tampoco se suelen contemplar a ancianos que transporten su compra cotidiana por ese medio, o a jóvenes con ropa de trabajo que acuden a cumplir con sus obligaciones laborales. No, España es, también en esto, diferente. Nuestros «carriles bici», salvo excepciones que indudablemente las hay, son utilizados mayoritariamente como vías de mantenimiento físico, recreo o exhibición. Los escasos usuarios suelen lucir el equipamiento completo sugerido por las marcas deportivas más de moda. Cierto es que otros prefieren circular en grupo por la calzada principal, colindante con el carril ciclista en muchas ocasiones, pese a que, en tramos, dispone de mayor anchura que el reservado a los vehículos automóviles. Obsérvese, a modo de ejemplo, el plano de nuestro Parque Nicolás Salmerón.
Los estudiantes tampoco parecen demasiado dados a utilizar este medio de transporte. De mis viajes por Europa en furgoneta y autocaravana conservo la memoria de los impresionantes aparcamientos exclusivos para bicicletas —guardo una fotografía espectacular tomada en Heidelberg—, habituales de los centros de las ciudades ubicados cerca de zonas académicas. El precioso carril específico que llega hasta nuestra Universidad, no es excesivamente popular. Eso sí, recuerdo haber tropezado en esta vía en algunas ocasiones con un joven y concienciado ciudadano, que además de la mochila portalibros, adorna su bici con una banderola de Greenpeace y suele vestir camiseta reivindicadora de la demolición del hotel levantado en la playa del Algarrobico de Carboneras.
Las instalaciones infantiles son otras zonas que, a no mucho tardar, serán objeto llamado a la extinción. La tasa de natalidad a la baja es tendencia imparable. Y no es necesario acudir a la estadística para tener conciencia de ello. Cualquier ciudadano medianamente observador, advierte que son cada vez menos los niños que juegan en nuestros espacios de ocio y parques, y de ellos un número nada despreciable, lo hacen bajo el atento cuidado de un abuelo o una abuela. Las generaciones jóvenes, y no tanto, actuales son más de pasear perros. Perros de todos los tamaños, razas y colores. Algunos incluso, los más chic, visten a juego con la estación o la indumentaria que luce la persona con quien comparten paseo. Perros amigables y divertidos que corretean sujetos por largas correas que les otorgan libertad casi total de movimiento. Correas responsables de más de un accidente al enredarse entre las piernas del descuidado viandante poco atento al peligro que suponen, especialmente si son del modelo mini — de fácil transporte en elegante bolso—, y sus «papás» o «mamás» están enfrascados en interesante conversación o atentos al iphone. Los espacios de juegos están llamados a la extinción por falta de usuarios. Los nuevos urbanistas, atentos a humanizar la ciudad del futuro, seguro le encontrarán nuevos usos más adecuados a los principios básicos de una sociedad emergente donde la familia, en todas las variaciones habidas en el devenir de la historia, ha perdido su condición de reserva esencial de amor, compañía, apoyo y solidaridad para el individuo.
No, no pretendo argumentar a la contra, ni denostar nada. Solo entiendo que cualquier actuación que afecte a estos y otros temas, ha de ser meditada desde la racionalidad y el sentido común. Las mascotas, todas, conejos y cobayas también, incluso las impenetrables tortugas, derrochan calor, afecto y cariño a cambio de casi nada. Y alivian la soledad. También a los «sin techo». Y es nuestra obligación devolver esos afectos y velar por su cuidado y buen trato. Pero sin olvidar que, en casos, una protección excesiva, normalmente fruto del desconocimiento, puede derivar en producir aquello que se pretende evitar. No es acertado actuar contra natura. Un perro pastor es, por razón de su raza, eso, pastor. No ha sido forzado ni adiestrado para ello. No es víctima de explotación alguna. Actúa según instinto transmitido de generación en generación. Su razón de vivir se centra en cuidar y proteger a «su» rebaño cualquiera que sea la situación y el contexto. Sacarle de ese entorno y obligarle a habitar entre humanos y como humano, tal vez sí sea esclavitud.
La reducción de emisiones contaminantes es cuestión imperiosa, pero poco soluciona actuar sobre el día a día del ciudadano medio. Ese que no tiene el trabajo junto a su domicilio, no está en edad o condición para montar en patinete y tampoco acceso a un automóvil eléctrico, reservado para las clases económicas más altas, únicas que pueden disponer del aparcamiento exclusivo dotado del punto de carga imprescindible para hacer utilizable el vehículo.
Es deseable y conveniente la búsqueda de modelos de ciudad más habitables y cómodas, sí, pero para todos y atendiendo toda necesidad. Una evolución que, respetando ese equilibrio, las adecue al imparable progreso social y científico manteniéndose al margen de extremismos ideológicos, políticos o económicos, es lo que espero de los verdaderos profesionales urbanistas.
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