Titulaciones con suspensos
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OPINIÓN

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No suelo opinar demasiado en las redes sociales, aunque recibo notificaciones de los temas que circulan por algunos ámbitos relacionados con la docencia y, confieso mi desconcierto ante determinadas posturas y argumentos de ciertos «profesionales», muy interesados y activos, empeñados en la creación de un determinado estado de opinión dirigido a la defensa de la educación pública, y el asombro y aturdimiento que me provoca el tono macarra, modernista, socarrón, soberbio y agresivo de los ciertos apóstoles del pensamiento único, que se postulan como enviados de los dioses para iluminar al sector cretino de la humanidad que se empeña en hacer del sentido común un valor.

Últimamente el debate se ha centrado sobre la titulación en ESO con asignaturas suspensas. ¿Debe darse directamente en junio o es preciso esperar a septiembre para ello?

Se descalifica al discrepante, primero, y después se cuestiona el cuándo de esta medida política, pero se elude cualquier intento por encontrar una respuesta lógica a la pregunta clave del asunto: ¿cómo es posible que se otorgue una titulación con valor académico sin que se hayan alcanzado las destrezas, competencias y conocimientos que la sociedad ha establecido como umbral mínimo para ese estadio? No se trata del diploma expedido en un «campus de verano» a una pequeña de cuatro años que acredita su capacidad para nadar cinco metros en una piscina infantil, sino de un documento que certifica la superación de un tramo de estudios y la cualificación, si así lo desea el titulado, para acceder a tramos superiores del entramado educativo, o al staff de una empresa, porque la situación llega hasta el ámbito universitario.

El loable deseo de igualar a todas las personas olvida que la naturaleza nos ha hecho diferentes en muchos sentidos: «cada uno es cada uno », suele repetir un entrañable nonagenario que me honra con su amistad. La naturaleza nos hace, por mucho que nos empeñemos en ignorarlo, a unos feos y a otros guapos, a aquellos, inteligentes y a estos otros no tanto. Unos nacen hombres, otras mujeres…

Luego, el entorno social agrava las diferencias. Las modas, la familia, la escuela, los medios… proponen modelos y valores diversos que son imitados o despreciados. Por eso entre el alumnado los hay trabajadores y los hay vagos, responsables y «cantamañanas», solidarios y egoístas, «pringaos» y «sinvergüenzas». Y es deber de la escuela hacer de las diferencias virtud y potenciar al máximo las capacidades de todos y cada uno de los tipos para hacerlos, libres, independientes y útiles para sí mismos y para la sociedad en la que se encuadran. Y creo firmemente que el regalo indiscriminado y generalizado de un título en el no consta la calificación con que se otorga supone una injusticia manifiesta para quienes lo han alcanzado con merecimiento y esfuerzo, además de un fraude social porque, al convertir el documento en un simple papel mojado sin valor documental alguno, obliga a buscar esa credibilidad en acreditaciones externas (academia, máster…), normalmente caras y fuera del alcance de la clases más necesitadas a las que, teóricamente, se pretende defender.

Y me pregunto, si esto es lícito y normal, ¿por qué nos rasgamos las vestiduras ante los fraudes académicos de los políticos, especialmente si no son de nuestra onda?

¡País!



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